37 SCHNEIDER ELECTRIC PARIS MARATHON 2013

No pisaba París desde hacía veinte años y aquí estaba de nuevo, en un día gris, tirando a frío, más invernal que de primavera. Emoción, incertidumbre y nervios por ver todo lo que pueda, disfrutar, llegar a esa meta. En tres semanas me he recuperado decentemente de la maratón de Barna, pero sigo sin pasar de bici o elíptica, meses sin entrenar corriendo de verdad.

La feria del corredor, Puerta de Versalles, está en las últimas. Busco sin éxito una tobillera adecuada, o unas medias compresivas, algún tipo de amuleto, accesorio o fetiche que me proteja en la carrera... Al final me conformo con unos batidos en directo que obsequia Mizuno, y un par de chatos de Oporto que me achispan y hacen fantasear con la futura 42k lusa.

Se iluminan las calles de París, su omnipresente torre y los aromas a gofres y crêppes, más apetecibles si cabe con el fresco. Nos dejamos enredar por souvenirs hasta que el hambre vence, y en el hotel nos recomiendan un hindú muy cerca, donde suelen ir los clientes vegetarianos. Así que no perdono, junto a otras delicias compartidas y especiadas, un sabroso arroz basmati que quemaré al día siguiente.

El domingo desayuno a hurtadillas a las 5am, con abundancia en muesli, fruta y galletas. Los nervios y el picante vespertino no me dejaron dormir mucho, pero la ilusión me sube la moral por las nubes, nubes que misteriosamente abandonan París cuando sale el sol. Me ha dado tiempo de ultimar todos los detalles, ir más veces al lavabo y, contra mi costumbre, tomo un té verde de regalo para que me caliente hasta la salida.

El metro es un bullicioso y exótico babel de deportistas rumbo a los Champs-Elyseés, arco de salida, aunque la primera parada es para cambiarse, más arriba del Arco de Triunfo, en la meta. Después de pasillos y escalinatas de aquí para allá salimos a la gran avenida. El día se presenta magnífico, pero todavía fresquito, unos siete grados. Quedamos en un punto y a una hora realista, fotos y besitos de rigor y a calentar la veguiseta. En diez minutos he de llegar al cajón y salir. Por delante está el imponente arco, y los Camps copados del festín de atletas venidos de todas partes, en un río de 40 mil almas que se pierde en la lejana visión del obelisco egipcio.

La salida se hace esperar, hay retraso, pero no importa. Estoy feliz, vivo el momento, me estiro, escucho música y animación, ¡estoy en París, en un evento único! Arrancamos con buen sol, y presto atención al asfalto, inundado de los ponchos de plástico que dio la organización el día anterior, y otra marabunta de prendas de abrigo viejas, cuyos dueños dejan de recuerdo: tropezar es fácil y peligroso. Superada la precaución inicial de obstáculos y muchedumbre, sigo la corriente hacia la Place de la Concorde, los jardines de las Tullerías, el Louvre. Todo es monumental, preciosista, inspirador, lleno de brillo e historia. Corro con calma, mirando en detalle a cada lado, no quiero que se acabe nunca este esplendor, no me duele nada ni pretendo hazañas, sólo disfruto. A pocos metros el ritmo tranquilo de la liebre de 4hs., pero ay de mí, el frío y el té me obligan a buscar una esquinita diurética. Pasaré de largo el botellín del k5, plaza de la Bastilla, y sigo embelesado en monumentos, tiendas de rótulos antiguos y elegantes, la animación general, gentío que aplaude, pancartas y músicos, pura fiesta. La liebre sigue ahí, a mano, pero antes del k10 vuelve a entrarme otro apretón urinario.

Entramos en el bosque de Vincennes, primera botella, primeras subidas, suaves, con el castillo del mismo nombre de fondo. Recupero, con algo de esfuerzo, el paso de las 4hs., y me concentro en correr y respirar. Aumenta el calor y el paisaje se vuelve arbolado y primaveral, aunque con restos de humedad de la noche; bosque urbano amplio y dormido, que invita al jogging con el perro, al suplemento dominical en un banco, o a ver pasar el tiempo y sus corredores. Pasamos junto al hipódromo en el k15, bandas de música victorianas y un grupo que se releva portando una torre Eiffel de 2m., rezagados costaleros. Aprovecho y como la fruta despacio, hay muchos brazos para avituallarse y el suelo es un mar de cáscaras. Volver a por la liebre se hace un juego divertido, me siento bien, sin molestias, despejado hasta el k20 y de vuelta hacia el centro de París.

Hay un camino ascendente que se prolonga varios km, en dirección de nuevo a la Bastilla. El público inunda las calles lo mismo que el sol, y un repentino bochorno aumenta el cansancio. Los botellines son mitad ingeridos, mitad ducha, aguanto, con menos pistonada, al paso por Notre-Dame. Se suceden los túneles bajo los puentes del Sena, griterío y cachondeo, subimos y bajamos, hay que sonreír aunque mengüen las fuerzas, aquí nadie para, todo anima a seguir ¡allez, allez! ¿Dónde está la liebre? Respiración, kilómetro a kilómetro, apuro mis ahorrillos de plátano seco y orejones.

Explanada des Invalides, la torre Eiffel nos saluda y nos permite descender a la gran avenida JFK, he recuperado fuerzas y superado el k30 sin darme cuenta, ni rastro de muro y, para mi sorpresa, estoy a punto de adelantar a la liebre perdida... Freno y me preparo, la milla 20 veo un campo de masajistas y acalambrados. Toco madera y pongo atención, dicen algunos que aquí comienza de verdad la carrera, serán los que ahora incrementan el ritmo (!). Yo no tengo clara ni la llegada, y la rodillera como un puñal, amén de una rozadura en el meñique izquierdo, reclaman protagonismo. Entramos en el bosque de Boulogne y me saluda un español, que conoce nuestra camiseta, pero no estoy para conversaciones ni él para esperas, ¡suerte!

Siento un pinchazo en el cuádriceps siniestro, y quiero aguantar un poco más, próxima parada, k35. Esto ya se parece a un muro. Un buen árbol me cobija, y evacuo, estiro, cojo aire, ¡adiós, querida liebre, fue bonito mientras duró! Hay que caminar y comer un poco, y agradezco un bizcochito de limosna que ofrece de una cesta un tipo disfrazado de tirolés. Ahora el problema es arrancar, porque se juntan todos los dolores y las piernas se niegan. Ensayo un ritmillo entre correr en el sitio y marcha atlética, y parece increíble pero funciona, y así puede que hasta llegue entero. Desfilamos frente a las pistas de Roland Garros, ¡vamos, Rafa!

Sólo se ve parque, vítores y aplausos, participantes que casi pueden correr, y nada que anticipe la meta. Sé que no puedo parar ahora, aunque me lo reclame el alma a cada minuto, y qué largos se hacen el k39, el k40... El ansiado k41 es una pendiente maligna para salir del Bois, y animo o asusto con un grito de rabia a uno que veo doblar las rodillas (pardon...) ¡Por fin aparece la gran ciudad!

Una recta inmensa colmada de público se pierde cuesta abajo con el Arc de Triomphe al fondo. Las emociones ocupan un primer plano, voy a cumplir un sueño, nada puede impedirlo, aunque ese último kilómetro parece abarcar la distancia de otro París entero. Algunos esprintan con desgarbo cómicos, otros lloran, suben los brazos, yo no puedo borrarme la sonrisa, la felicidad completa, que dure todo lo posible. Me recreo en la meta, zampo sin límite naranjas, bananas, pasas, el mundo. En breve me encontraré con mi mujer y mi hijo para abrazarlos y se me saltarán las lágrimas.

En menos de un mes he completado dos maratones, las primeras, en dos bellísimas ciudades, Barcelona y París. Ahí siguen mis lesiones y achaques, es hora de recuperarse en serio y dejar la competición una temporada. Ha sido mágico, imborrable. Por encima de dificultades, dolor, miedos e incertidumbre, con crisis o en bancarrota, con amigos o en solitario, con buen o mal tiempo, o aunque unos malnacidos amenacen con volarlo todo: vive, sigue corriendo.